Diario Drástico del Chico Estudioso que Escuchaba a Nirvana
Parte II: Yo maté a Kurt Cobain
El grunge jamás debió haber existido. Aún hoy deja heridos y muertos en los campos de batalla. No es más que un síndrome postbélico. Golpeó como un mazazo en la conciencia a miles, millones de adolescentes industrializados, en lo más sensible y a la hora más sensible. Fue voz de lo inasible, se instituyó en proclama de los que no tenían nada que proclamar y ha quedado como eco en la sima personal de algunos que ya son más treintañeros que niñatos.
Reverbera el grunge en ésos como una música triste, no nostálgica, ni melancólica, sino profundamente triste. Grito de rabia no contenida de los que no sabían dar palabras a su malestar, inexplicable, terco. Quizá algunos le deban algo, los que supieron culpar a Nirvana de la negrura, descargando con ellos y en ellos frustraciones y temores. Aún hoy, hay recaídas en ese miedo a tener miedo cuando suenan canciones de los de Seattle, sobre todo las menos conocidas, más lentas, más internas.
Le pongo los ojos, el pelo y la perilla de Cobain a mis miedos y vuelvo a palpar esos acordes histéricos de jersey viejo y sexualidad del que pasa de todo. Huelo las guitarras y Kurt me mira fijamente desde su póster diciéndome “te di miedo, creíste que podrías acabar haciendo lo que yo, es todo teatro, no seas idiota, no seas idiota”. Y luego se pasa porque claro, esa tristeza madura, cae por su propio peso y se la comen las mariquitas.
Pero el otro día conocía a una muchacha veterana del conflicto, lisiada en el corazón por los himnos antivitales de Nirvana. ¿Qué miedo la atenaza aún a ella? ¿Qué le hace borrar de su espejo esos ojos como nueces, la belleza concentrada, el exotismo francoturco, esa inteligencia con mordaza? ¿Qué le hace arrojar el paquete de tabaco a la mesa como si fuera una carga insoportable, cada vez que lo saca del bolso?
¿Qué le pasa a Febe y cuánto tiene de culpa Nirvana? Febe se enamoró de Kurt Cobain y ya nada se puede hacer. Yo lo maté. Lo tuve que hacer para que no acabara él conmigo. Ahora Febe me sigue los pasos, y yo olisqueo los suyos, y me río cuando empuña su sarcasmo como un niño empuña una espada de plástico, porque sé que es lo único que queda de Kurt en ella. Esa espada un poco ridícula con la que siempre terminamos jugando.