domingo, 15 de abril de 2007

Aplicaciones prácticas de la mitología

Hace una cantidad desmesurada de tiempo, personas parecidas a nosotros hablaron (y escribieron toscamente en palimpsestos, o cantaron en las plazas de las aldeas) de cuestiones centrales, profundas (como un clavo de los largos de Ikea, esos de cabeza románica y rosca infinita). Eran personas ya, y su palabra acertada, su reclamo agónico nos llega, a través del mar del tiempo y el contagio, en forma de símbolos, frases mágicas, películas de Hollywood, el cuatro de copas. Y yo haciendo fotos a las flores con una cámara (digital) de mil euros.

Producen cierto desasosiego las cabezas cortadas de los celtas (que eran representación de lo viejo y de lo nuevo reunido, vivo). Los ángeles de cuello torcido y de manos ridículas, las horribles comadres llenas de pústulas, los dioses polimorfos de un solo pie. Por eso leo sobre estos primos lejanos (celtas, griegos, indios) en el jardín: comparo a las Gorgonas con esas tres chinches que se pasean por el lomo de madera de mi silla, veo en Lara a una Afrodita que nació de la espuma de mi cerveza rota aquella noche, a mí mismo me dejo la voluntad mundana de Sir Galván; la crueldad de los Gigantes de Irlanda está en cada una de las patas del caballo que yace muerto (era el viejo mulo del vecino) en el prado más allá del jardín. Intento aprehender la blancura, la fascinación por el Santo Grial, el copón de Cristo, en los brillos restallantes del sol sobre el vaso de zumo. El cáliz de attrezzo de Indiana Jones y la Última Cruzada salta atrás (en ese mar del contagio, colándose por un agujero de gusanos) hasta su primo lejano el cuenco primero, el hueco de las manos, la habitación primera de los que cantaron hace mucho, mucho, mucho tiempo al vientre, a la tierra, a la boca del cuerpo que a todos (a todos) nos trajo a donde estamos ahora, aquí a este jardín mágico, tendido al calor del carro de Apolo, con pequeñas batallas entre semidioses alados en cada flor, y una diosa nutricia (Daisca, emperatriz de los Trasbubus) y sentimental haciendo la cama y tirándome besos desde la reja.

Y luego, bajando del metro en Tribunal, intento explicar a mi amigo los orígenes profundos de cada cosa, las pasiones descritas en los papeles tan antiguos e irrelevantes, prendidas en relatos épicos, de niños masculinos con hechuras de peplum mal adaptado. Y él me dice que sí, que vale, pero que no le insista, que él teme a lo esotérico (lo raro) como una vieja supersticiosa de aldea, y que prefiere la modernidad absoluta y la dureza de las barras de bar. Brindamos pues con nuestros grialillos, llenos de néctar espumoso (bajado del cielo o ascendido desde la tierra), y seguimos charlando sobre nuestras señoras damas (la mía sigue allá arriba, en su Castillo Bienaventurado, presa de Tolón, Señor de las Vacas; habré de viajar de nuevo en las entrañas de la serpiente si quiero volver a rescatarla de sus garras terribles, llenas de cortezas de queso y restos de verdín de los prados. Es tan hermosa, mi señora. Y la vuestra, ¿regresará a vos de su eterno viaje por parajes recónditos?).

viernes, 13 de abril de 2007

Lágrimas negras



Adjunto el comentario de quien subió el vídeo a YouTube:

"Lágrimas negras es el título de una canción compuesta en los años 30 por el cubano Miguel Matamoros (1894-1971) y que permanece en las memorias: "Aunque tú me has dejado en el abandono / aunque tú has muerto todas mis ilusiones...".

Bebo y Cachao se encuentran por primera vez en un estudio de grabación a pesar de haber sido amigos por más de 70 años. Recrean Lágrimas negras de Matamoros, logrando matices y texturas insospechadas sobre este standard mil veces interpretado."

La primera vez que escuché Lágrimas negras fue a la Tuna del Distrito Universitario de Granada. Yo tenía apenas 18 años y era mi primer año en el C.M. Loyola, de los jesuitas. El Mayor celebraba ese año un festival internacional de tunas que se llevó todo el entusiasmo de los organizadores y que nos llevó por delante de paso a algunos de los novatos. Yo por ese entonces no tenía mucha más idea de música de la que tengo ahora (poca), pero tenía claro que la tuna era una institución execrable que debería haber desaparecido hacía siglos de la faz de la tierra. Yo, con mis pelos largos y mi retiro cobainesco. Luego los oí tocar, ellos con sus machismos adolescentes y sus ridículas calzas. Clasicazos preconstitucionales, algunos, de los que uno conoce estrofas y no sabe por qué (son las cintas de mi capa, se va, se va, se va, se va la tuna ya se va, sale la tuna en Santiago). Pero después miraban al sur.

Ya lo habían hecho otras tunas antiguas: en los 70 ya estábamos hartos de cánticos y danzas regionales, incluso estaba harta la tuna, de la que se apropió paganamente el régimen franquista. Las adaptaciones de música canaria y latinoamericana se popularizaron: Lágrimas negras fue interpretada espléndidamente por el pulso y púa de los de Distrito y cantada con vozarrón y arte por Santi, el frutero de Siete Vidas, que sí, señores, que es granaíno y empezó dando la nota en esa tuna (con el mismo bigote, pero ataviado de gracioso sombrero canario con pluma de alcatraz). Fue en 1996. Había oído poca música cubana y nunca había visto a una tuna tocar.

Luego llegaron Bebo y Cachao, claro, y Trueba con su Calle 54, y tantos otros, y ya se formó la tremenda corredera.

miércoles, 4 de abril de 2007

Nadar de vuelta

Al entrar en mi cuarto, me he dado cuenta de que ésta es una de esas noches. Entre párrafo y párrafo de Rossi he caído en la convicción de que, como yo, todo el mundo, tras las paredes, en sus camas solitarias o cálidas, todos están despiertos. Son más de las tres y media; me incorporo. ¡Ésas noches! La de hoy es extremadamente compleja. Si fuera noche de domingo, me arrebujaría entre mis sábanas, quizá leería a Rossi por algunas páginas y por fin, preguntándome por qué el insomno me visita siempre el último día de la semana, me quedaría dormido.
Pero hoy es viernes -o ayer lo era- , y la noche se inquieta. Nadie duerme, en ningún sitio, estoy seguro. Hace calor en la calle -aunque estemos aún en abril-, una brisa resacosa y calentuja hornea la hierba y quema las banderas en sus mástiles, sus bordes ennegrecidos, como los pétalos de hibiscus chamuscados por el poniente en Almería.


Hélène siempre duerme a partir de medianoche; hoy, a las dos y media mantenía aún con Arafa una acalorada discusión sobre gramática francesa. El equipo de fútbol americano deambulaba, alguien tecleaba en la sala de ordenadores, una chica rubia cruza de esquina a esquina, anda sola, tiene calor y ningún miedo a la noche. Ace y Gerardo, fuman marihuana en algún sofa recóndito, eso por seguro. Me levanto y me acerco a la ventana. Emily grita a alguien desde la calzada. Curran tampoco está, su habitación muda.



Nadie duerme. En la calle el calor es un intruso, fuera de lugar, a malas horas. Si cierro los ojos, probablemente me engañe: sería fácil imaginar que es de día y que estoy en la playa de las salinas, la bahía enfrente y los ásperos y sinceros volcanes detrás. Pero la brisa aquí huele a negro, a madera y a animales. Noche indiaria en Iowa. Las nubes se resbalan bajo la luna llena. Sigo en la cama, la luna la veo por los cristales, y oigo las banderas entrechocar contra sus mástiles. Nadie puede dormir, ni siquiera los que se acunan en los recuerdos de la tierra o en los amores no olvidados.


Si tuviera que elegir una noche para no dormir, ésta sería. Iría a bañarme al mar, bajaría a la playa con mi hermano, quizá viniera también mi padre o mi madre, y nadaríamos en la oscuridad, bajo las olas opacas como esta brisa, cálidas e inquietantes como esta brisa. Recuerdo que por San Juan, en Almería, me adentraba en el mar nocturno, hasta que dejaba atrás a mis amigos -pocas chicas se atrevían a perder pie en el agua negra- y entonces, solo, buceaba, intentaba tocar el fondo oscuro e inalcanzable. No sentía temor bajo el agua -sí desafío, o quizá inconsciencia-, pero al salir de nuevo a la superficie, volvía la cabeza como un loco, buscando la orilla, los gritos, el fuego chispeante y naranja. Y entonces nadaba hasta salir a la arena, exhausto y trastabillando, feliz de destrozarme los pies contra los cantos de la orilla en mi huida a casa, al fuego.


Esta noche todos miran alrededor: a su pareja dormida en la cama, al techo blanco, a la foto en la pared, a la luna tras la ventana, a la pantalla de una vieja lámpara, a la camiseta arrugada del Che que llevaron ese día. Recuerdan un número de teléfono, un nombre, el momento en que tomaron una fotografía, o el olor de otras sábanas. Esta noche brilla la luna, pero las resbaladizas nubes y la brisa caliente la borran, la hunden, la apagan. La luna se hiela. Lo que los insomnes buscamos es fuego, y gritos, y gente, y arena. Cuando nos quedemos dormidos, sonreiremos y nadaremos de vuelta.


Iowa, verano de 2000



(c) Latenightpool.com, de la fotografía