Aplicaciones prácticas de la mitología
Hace una cantidad desmesurada de tiempo, personas parecidas a nosotros hablaron (y escribieron toscamente en palimpsestos, o cantaron en las plazas de las aldeas) de cuestiones centrales, profundas (como un clavo de los largos de Ikea, esos de cabeza románica y rosca infinita). Eran personas ya, y su palabra acertada, su reclamo agónico nos llega, a través del mar del tiempo y el contagio, en forma de símbolos, frases mágicas, películas de Hollywood, el cuatro de copas. Y yo haciendo fotos a las flores con una cámara (digital) de mil euros.
Producen cierto desasosiego las cabezas cortadas de los celtas (que eran representación de lo viejo y de lo nuevo reunido, vivo). Los ángeles de cuello torcido y de manos ridículas, las horribles comadres llenas de pústulas, los dioses polimorfos de un solo pie. Por eso leo sobre estos primos lejanos (celtas, griegos, indios) en el jardín: comparo a las Gorgonas con esas tres chinches que se pasean por el lomo de madera de mi silla, veo en Lara a una Afrodita que nació de la espuma de mi cerveza rota aquella noche, a mí mismo me dejo la voluntad mundana de Sir Galván; la crueldad de los Gigantes de Irlanda está en cada una de las patas del caballo que yace muerto (era el viejo mulo del vecino) en el prado más allá del jardín. Intento aprehender la blancura, la fascinación por el Santo Grial, el copón de Cristo, en los brillos restallantes del sol sobre el vaso de zumo. El cáliz de attrezzo de Indiana Jones y la Última Cruzada salta atrás (en ese mar del contagio, colándose por un agujero de gusanos) hasta su primo lejano el cuenco primero, el hueco de las manos, la habitación primera de los que cantaron hace mucho, mucho, mucho tiempo al vientre, a la tierra, a la boca del cuerpo que a todos (a todos) nos trajo a donde estamos ahora, aquí a este jardín mágico, tendido al calor del carro de Apolo, con pequeñas batallas entre semidioses alados en cada flor, y una diosa nutricia (Daisca, emperatriz de los Trasbubus) y sentimental haciendo la cama y tirándome besos desde la reja.
Y luego, bajando del metro en Tribunal, intento explicar a mi amigo los orígenes profundos de cada cosa, las pasiones descritas en los papeles tan antiguos e irrelevantes, prendidas en relatos épicos, de niños masculinos con hechuras de peplum mal adaptado. Y él me dice que sí, que vale, pero que no le insista, que él teme a lo esotérico (lo raro) como una vieja supersticiosa de aldea, y que prefiere la modernidad absoluta y la dureza de las barras de bar. Brindamos pues con nuestros grialillos, llenos de néctar espumoso (bajado del cielo o ascendido desde la tierra), y seguimos charlando sobre nuestras señoras damas (la mía sigue allá arriba, en su Castillo Bienaventurado, presa de Tolón, Señor de las Vacas; habré de viajar de nuevo en las entrañas de la serpiente si quiero volver a rescatarla de sus garras terribles, llenas de cortezas de queso y restos de verdín de los prados. Es tan hermosa, mi señora. Y la vuestra, ¿regresará a vos de su eterno viaje por parajes recónditos?).