sábado, 9 de junio de 2007

Berlín

Madrid-Barajas
5:45AM


Hace apenas hora y media nos estábamos dando codazos bajo la manta de lana inglesa para ver quién apagaba la alarma del móvil. Con un movimiento de autómata mal calibrado nos hemos chocado un par de veces en la cocina, hemos hecho café, nos hemos lavado los dientes y nos hemos vuelto a chocar un par de veces más. Luego nos hemos dado cuenta el uno del otro y nos hemos mirado de lejos con los ojos chicos. Luego nos hemos abrazado y hemos bebido un café viudo, vívido, a sorbitos.

La calle olía a levantarse temprano (demasiado temprano). Qué diferencia entre el Madrid borracho a las cinco y media y el Madrid sobrio a las cinco. Se es más consciente del vacío de los carriles, del húmedo del asfalto, de la velocidad del taxi y de los amores, del ceño fruncido del sol que amenaza.




Ya estamos en Barajas. La gente tiene mucho sueño. Lara, aterrada en la cola del escáner al comprobar que hay que descalzarse: “Miguel, llevo un calcetín verde y el otro rosa fucsia”. Rebusco en la bolsa la cámara con ansia, pero no me da tiempo. Luego nos aterramos (los dos), no sin sentimiento de culpa, al comprobar que en nuestro mostrador de facturación esperan cuatro tipos con hechuras de muyahiddin. En un vuelo a Casablanca (el que nos espera en mayo) vale, pero camino de Berlín, no. No podemos evitar un leve ardor en el corazón (y caemos en la cuenta de cuánto miedo tenemos todos). Ahora sólo queremos beber agua, y planear suavemente cerca de los lagos y parques de Berlín.


Sunflower Hostel, Berlín
11:30AM

Recién aterrizados, hemos decidido inaugurar nuestro viaje fumándonos cigarro sentados en un banco a la entrada del aeropuerto de Schönefeld, banal y lentamente. Lara me ha confesado el motivo de su desasosiego. No eran los muyahiddines, ni el vuelo, ni el extranjero: “Miedo me da. En las bragas”. No me ha sorprendido que no me lo dijera antes. Habríamos estado los dos muertos de nervios (por cierto, que en cualquier caso mi atención habría estado fijada en la pandilla de ulemas; aún ahora siento la alegría de estar la suficientemente vivo como para haber disfrutado de esta tersa cama del Sunflower).







Sexo de verano en Berlín. Vacaciones en Lara. La ciudad nos ha saludado a manotazos. Primero, un aeropuerto insulso. Después un tren perezoso y finisecular por un paisaje plano, en todos los sentidos. Luego los edificios, como fotografías en sepia de varias dimensiones, tristes y ordenados, de vejez con hormigón sin mácula. Se asoman a las ventanillas del tren con austeridad implacable. La tapicería de los asientos, por su lado, es una psicodelia rosa: este contraste es el primero que viene a los ojos y sirve para entender lo que llega después: la explosión. Luego, la explosión. Una fruta de ladrillo, raíl, verde y graffiti reventada contra el muro de hambre y miedo de la Historia. Entre sus gajos (soleados) y su piel (nubosa) pasean con ahínco y orgullo casero berlineses insectos de sangre caliente. Bajamos del tren en Warschauer Strasse y nos abordan, nos invitan, nos llaman. Un coreano ha montado una floristería en un rincón que deja libre el andén. Dos chicos españoles de visita compran plantas y comparten nuca. Entre ellos, hombres y mujeres de belleza mórbida (góticos, alemanes, arias, turcos, hippies, mods, skins), de un color tan matizable como el que da Madrid, pero más joven, más gritón, más de insecto sepia fluorescente.







Eso son los berlineses que hemos visto por ahora: jóvenes que han tirado el muro a gritos, o son los hijos de la prisa de ése júbilo. Ponen caliente a Europa Central con paso, ojos, pose, carne, destino revolucionariamente auténticos. Qué lujo que sean tantos, casi la cuarta parte de la ciudad tiene menos de veinticinco años.

El hostal está en un viejo edificio reformado del Berlín Oriental. Hay un pequeño estanque con un pez rojo a la entrada y un gran sofá negro de skay. En todo el techo de la sala han fijado un fieltro verde del que cuelgan flores de plástico y perros de peluche boca abajo: vivimos suspendidos sobre un parque alemán. En toda la estancia, amplias mesas de madera y luego el bar-recepción. La lavandería es también sala de máquinas submarina y en ella, comparten espacio lavadoras plateadas y ordenadores con conexión a Internet. Y un futbolín. Las paredes, de púrpura y azul masivo, marino, están dibujadas con peces enormes, pulpos y el yellow submarine de los Beatles. Y hay una máquina de tabaco en la que hace falta meter el pasaporte siquiera para que te dé los buenos días. Y un chino en un sofá, elegante de iPod, recién duchado y esperando su colada (lee a Paulo Coelho en su idioma; así viajan los chinos con dinero).


En el aire, algo parecido a Tiger Lilies y luego algo que recuerda a The Mamas and the Papas: tonos desvaídos y música lánguida para un lugar desconcertante. Fuera los trenes y las pintadas y tras la barra, alguien nuevo cada día. Ni rastro de Iratxe, la catalana que nos recibió a nuestra llegada. Ahora manda en el bar una chica grande, sombreada la cara de verdes y naranjas, un ojo azul y otro avellana. Como Bowie, mucho más que Bowie, que campea en un enorme póster tras ella, anunciando su concierto frente al Reichstag en 1987.


La habitación es sencilla, una ventana a ninguna parte, una cama amplia (silenciosa). Los pasillos hierven de adolescentes en viaje de estudios (por suerte esto ha cambiado y hoy jueves llegan durante el desayuno grupos de veinteañeros italianos, españoles, de ojos muy abiertos) que dejan flotando en los baños un vaho de sudor de niño, regla nueva y caliente y gimnasio de colegio mal ventilado. Veremos qué nuevos aires traen los recién llegados (Nota: el chino de la lavandería ha desaparecido).




Sachsenhausen
12.30PM

Lara se pinta con cuidado para visitar el campo de concentración y quiere llegar en bici.

El campo de concentración de Sachsenhausen está en Oranienburg, un pueblo en los alrededores de Berlín, situado al noroeste de le ciudad. Los cuarenta y cinco minutos de tren han pasado rápido, entre suburbios, bosques y casas mínimas de madera con jardines astrosos y banderas de la Alemania reunificada (y de la democrática, y de los estados confederados de América del Norte). Al salir de la estación en Oranienburg, de nuevo los grupos de adolescentes sudorosos y oblicuos. Al pasar junto a ellos, ni nos miran. Los que lo hacen parecen gritarnos, qué sabrás tú, no has tenido dieciséis años en tu vida, eres además extranjero, de Alemania y lo que somos y hemos sido no sabes más que lo que has visto en Fuengirola.
En el tren, antes, hay un hombre mayor y mal vestido, con cara de idiota simpático que a la mínima nos chapurreó en español: borracho im Majorca, haha. Es agradable. Nos asegura que es berlinés oriental de pura cepa y que el Berlín occidental es horrible. Se levanta en Hackermarkt Strasse y se despide con un hasta luego pronunciado a la virulé. Sonreímos.

Todo esto de camino a Sachsenhausen. Un campo de concentración en un pacífico suburbio berlinés con cafetería hortera incluida (un café disfrazado de achicoria). La soledad hecha horizonte y pared. La fascinación de la muerte, su vergüenza, su reconstrucción borrosa. La soledad nuestra en mitad de un solar de terror, paseando con indiferencia entre hormigón y lápidas cubiertas de piedras votivas. Y en la puerta de entrada Arbeit macht frei esperándoles, como un improbable Mickey Mouse a las puertas de esta Disneylandia fría, pútrida y solitaria.

Tetuán, 19:35

Me emociona, a diario, el hombre del acordeón.
Simplemente: me hace detenerme, mirar.
Lo encuentro cada día sentado en el mismo sitio,
junto a un paso de cebra sobre Bravo Murillo.
Su sonrisa parece tan falsa
que en verdad no debe de, no puede serlo.
Tiene la piel cuarteada
y del color de los zapatos viejos
y la nariz puntiaguda
(desgastada:
quizá a su mujer le encantaba besársela
y se la besaba,
se la besaba una noche moldava tras otra
hasta que menguó la nariz
como helado de una sola bola).
Tiene una sonrisa estampada en la cara
que se bambolea sobre el fuelle
de su acordeón destrozado.
Siempre la misma sonrisa sin mácula,
sin fallo.
Siempre me desvío unos metros de mi ruta apretada
del semáforo a la boca,
siempre la misma moneda.
Me agradece
siempre con la misma frase,
siempre me enseña el mismo agujero rosa
y amarillo entre sus dientes.
Nunca es la misma canción la que suena,
aunque todas se parecen tanto.
Todas me gustan.
Todas las respiro como quien
toma aire para aguantar mucho rato bajo el suelo de Madrid.

Soy yo mismo
el que se acerca a pedirle limosna
(sin sonrisa en la boca,
con monedas en la mano).