Parte I: La melancolía ha parido
Supongo que todo se debe a la obscurity. Algunos días, la pared de mi cuarto no es más que un muro empapelado de fotos en blanco y negro, impresiones sobre papel mal recortado en las que un impetuoso post-adolescente –yo– idolatra a Marcos, al Che y a otros exvotos del progresismo. Otros días, viéndola desde mi cama, mi pared se me hace el más fantástico de los medios de masas; un ágora pintarrajeada de graffiti reivindicativos, paridos de la espontaneidad simbólica, del instinto político fresco, agudo, sonriente, interdisciplinar (mexicano y argentino se codean con Michael Stipe, Borges, Joaquín Sabina o Juan Ramón). Esos días, las ideas y la discusión en mi cuarto sonríen sin enseñar los dientes; y parece que ese día, ese día en que me siento orgulloso de pegar fotos en una pared blanca, todos los hombres, mujeres y cosas van a encontrar su lugar adecuado en el mundo.
Es la obscurity, la oscuridad. Karel Reisz adaptó a la pantalla la novela de John Fowles, La mujer del lugarteniente francés, un excelente trabajo que muchos cinéfilos han beatificado como preciso ejemplo cinematográfico de la intersección de acciones, solidamente apuntalada en una sorprendente edición. Recuerdo una escena en la que cierto psicólogo confiesa al enamorado Jeremy Irons su diagnóstico respecto a la mujer del lugarteniente francés, hembra huidiza y melancólica interpretada con frialdad minuciosa por Meryl Streep. Según el doctor, son tres las melancolías patológicas que afectan a hombres y mujeres: una “melancolía circunstancial”, propiciada por un suceso traumatizante o una situación opresiva; otra “melancolía natural”, inscrita de alguna forma en nuestra sangre desde el día en que nacemos; por fin, la más impredecible e inquietante, la “melancolía oscura” (obscure melancholy), opaca e impenetrable, cálida y oscura como una capa y calma como las nevadas tranquilas.
De esa oscuridad ya me habló una mujer a la que amé. Yo había coqueteado con ambas, había disfrutado de los besos de la oscuridad antes de que Irene me incendiara con los suyos. Ella temía ser una víctima de la obscurity, y alguna vez sollozó en mi regazo mientras la noche paría a la mañana. Pero el llanto de la luz recién nacida terminó acallando el suyo, y años después –ambos, ella y yo- le hemos perdido el miedo a la oscuridad y a la melancolía y, por contra, solemos celebrar con la tinta o el movimiento, calladamente, esa nevada tranquila y cálida que preña la tierra de palabras y gritos; esa manta de recuerdos, ese cáliz de indiarios frutos futuros, esa noche de la que nace el día llorón, coñazo y risueño. En mi vida dorada y mediocre, casi aristotélica, las horas vivas y las horas oscuras se conocieron bailando un tango. Seguiré riéndome de mi sombra, pegando fotos en la pared, escribiendo en la cama, jugando al fútbol, fumando si me apetece.
La imagen se tomó prestada a streborm