domingo, 14 de septiembre de 2008

Cuaderno de Yucatán (1)

Gerardo


A Gerardo tuve que esperarlo un par de horas bajo una pérgola, Corona en mano, a las puertas del aeropuerto de Cancún. Hacía años que no pasaba diez horas en un avión y resultó lento pero agradable: el mismo océano craquelado de olas heladas, el mismo cielo oblongo que asusta, la misma compañera de viaje, guapa, fresa y sencilla. Escribí algo, mientras anochecía y las familias de turistas (padre italiano, madre americana, niñas rubias políglotas) desaparecían en sus coches alquilados; luego tuve que dejarlo porque me faltó la luz. Fumé, bebí cerveza y esperé a Gerardo, eso es lo que hice recién llegado al país. La humedad hacía difícil respirar, pero nada comparado con el puñetazo que es el sofoco de las Antillas. Había ya insectos, y pájaros grandes que venían a curiosear a mi mesa; la selva violeta asomaba más allá de las vallas del aeropuerto. Yo observaba todo alucinado. Esperé mucho, y en un momento pensé que me habían olvidado allí. Por primera vez en mi vida, me dije: «¿qué hago yo aquí?» Y «¿cómo se me ha ocurrido, con la excusa de ver a alguien que fue mi amigo hace ocho años, enrolarme en un campo de trabajo en la selva , yo, traductor, fumador, felizmente emparejado?».


Iba ya por la segunda mitad del paquete de Marlboro cuando el Nissan Sentra azul cielo de Gerardo apareció dando claxonazos. Lo primero fue reírnos. Gerardo dejó el coche en medio de la calzada y salió, brazos abiertos, carcajeándose; yo hacía lo mismo. Estaba más gordo, más cuajado; en fin, no lo veía desde sus veinte años. Me contó y le conté, fumamos juntos, nos observamos las arrugas, las canas (las mías). Del viaje en el Nissan camino de Playa del Carmen, donde íbamos a pasar la noche por no deshacer las cuatro horas de camino hasta Mérida, recuerdo la oscuridad de los accesos desolados a la autopista, luego el infierno de camiones, retenes de policía, badenes indiscriminados, soldados, taquerías lúgubres a uno y otro flanco. Las ventanillas bajadas, el motor rugiendo, la humedad y el jazz. Porque Gerardo se ha convertido en un capo del jazz, en México y en Estados Unidos, desde que en 2000 en Iowa lo vi comenzar su colección de disquitos, que amontonaba en la cómoda de su cuarto: ahora organiza festivales del free jazz más salvaje en su ciudad natal, trae a jazzistas checos y gringos a su rincón del Caribe, y llena locales destartalados de mexicanos veinteañeros ávidos. Además de padrino cultural, es abogado y no teme a la policía: fumaba en el coche, un toquecito cada vez, y me explicaba que saberles a los agentes es cuestión de aplomo y, puede ser, mordidita. Así recorrimos los y pico de kilómetros: sus proyectos, su trabajo, su novia, sus ex, mi casa en la montaña de Madrid, mi trabajo, mi novia, mis ex. Y el jazz, humo, viento negro, verde y mojado, gasóleo.



Playa estaba algo desolada. Es una ciudad pequeña y turística, me hizo pensar en un Cabarete dominicano a medio hacer, sin surferos ni mulatas ni perreo. Naufragamos en el Cowboy's, un hostal decente con tienda de botas vaqueras y aire de antro o antro gay (yo tenía pensado buscar el hostal del amigo de una amiga de Madrid, pero ni modo), y nos echamos a la calle a darnos un banquete junto a la playa: langostas y micheladas. Luego fuimos a buscar el Caribe: lo toqué de nuevo, años después, de noche; la arena, casi harina, refulgía. De vuelta en la habitación del Cowboy’s, un par más de toques y aire acondicionado. La mañana llegó rápida: hice foto a Gerardo sobado en calzones y a la decoración surrealista de la habitación (jaguares y pistoleros) y me fui a la calle a desayunar fruta y cambiar mis euros.



El plan era visitar las ruinas de Tulum y volver a Mérida a la tardecita. Tulum fue un centro comercial y marítimo del período maya postclásico, contemporáneo a la llegada de los españoles. Hoy día quedan unas ruinas espectaculares, quizá paradigma de algo paradisíaco que imaginamos alguna vez debió de existir. Se trata de un templo de piedra, rodeado de campos de ruinas y muros, que se asoma a un acantilado sobre el Caribe, a cuyo pie se extienden playas de arena blanca. Es espectacular tan sólo quedarse allá, dejarse devorar por el turquesa del agua y el verde del bosque, y apoyar la espalda desnuda contra la piedra caliza y fría. Imaginar las enormes canoas mayas que, cabotando, recorrían la costa de la península con sus comercios. Aquí descargaban la mercancía, aquí se pedía a los dioses por la lluvia y la prosperidad, de aquí partían las caravanas de arrieros a pie (no tenían caballos, ni bueyes) hacia Chichén Itzá. Sobrecoge imaginarse vigía y creer distinguir sobre la raya del horizonte unas canoas enormes con grandes trapos desplegados y enseñas desconocidas. Cuesta intuir la vida aquí y entonces, en ese tiempo: una vida cotidiana, una rutina como la de ahora (trabajo, lavar platos, regar jardín, comprar tabaco) pero en clave indígena y antiquísima. Pero fui capaz hacerlo y me gustó: trasladarme a un viejo vigía maya aburrido y feliz, con nombre, familia, cuarenta y cinco años y un doloroso bulto en el tobillo desde hace días, su emplaste de hierbas bien apretado.



Lo peor fueron los turistas: estaba abarrotado. Nos bañamos en un Caribe caliente y agobioso, continuamos contando historias, haciendo chistes, mirando a las gringas. Me explicó la historia de sus dos tatuajes mayas (la madre chiapaneca), de capo marcado. Fotografié las ruinas y las iguanas y, asfixiados, volvimos al coche. Mi vigía se quedó, con su tobillo enrabietado, terminando su turno por si volvían a aparecer los españoles.



El viaje a Mérida fue delicioso. Corría el tabaco y el aliño, sonaba el jazz y yo apoyaba los pies sobre el salpicadero y sacaba las mejillas al aire. Las carreteras en Yucatán son eternamente rectas, porque la península es absolutamente llana: una losa caliza de miles de kilómetros cuadrados. En esa raya que atravesaba la selva fue imposible aburrirse, sin embargo: habíamos comprado unas latas de Modelo, y luego la música, el extático rumor diesel, la jungla comiéndose el asfalto, el intenso acento yucateco de Gerardo, su penetrante manera de contar las cosas y el país, el sol derramándose sobre una línea verde violeta. Y los pueblos: sus gentes, sus iglesias, sus cementerios, las plazas coloniales (el traqueteo del adoquín), las iglesias españolas, los carromatos rebosantes de maíz, los cebúes, los paisanos en bici, ya entre dos luces. Conducir de anochecida (por carretera y no por autopista de pago) da esto; es una inyección directa, por las venas de un lugar.





Y Mérida la blanca, el monstruo urbano del sureste. Cuando llegamos era ya noche cerrada y los brillantes arrabales se descosían por las esquinas. Desde fuera, con sus accesos e hipermercados libaneses, parecería una ciudad cualquiera, hasta europea (es el camino global, de fuera adentro), luego en los giros e intersecciones, en el barrio y la residencia, revienta lo de dentro: el asfalto es casi tierra, la acera es gris, los perros aúllan, el aire huele a cherna y a flamboyán, y el yucateco mira entre las chelas, no con la chulería antillana, más bien con lo inquisitivo del vigía de Tulum y su tobillo abultado, con su rutina interior. «Pinche PAN, mira cómo anuncian el show de Plácido Domingo en Chichén: "El artista más grande de todos los tiempos". Así nos tratan, como a pobrecitos pendejos con ansias de parecernos a otros que no nosotros mismos. ¡Nos lleva la verga!», ladra Gerardo, señalando con una mano una gran valla publicitaria, apagando el toque con la otra, el volante solo entre la tierra y el asfalto y el humo.




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