Me queda un corazón en Ámsterdam. Selva Ámsterdam, engaño Ámsterdam, Ámsterdam altar. Bajo los adoquines, sobre los puentes, cerrado sobre sus cogollos verde oscuro y sus quesos oro viejo, redondos y aplastados, sabrosos e inertes como el recuerdo.
Me queda un corazón de humo, a pedales, cuesta abajo; miro atrás para matarme, pero todo vale su sonrisa ubicua, sus brazos de niña amarrados al manillar (nunca fue tan obediente) en dirección a los canales en los que se ha levantado una tempestad.
Me queda el corazón entre las olas que tuercen las casas y limpian el humo y el sexo de las calles más oscuras más temprano que los barcos.
Me queda la embriaguez de bote rojo y carne. Y volúmenes de diseño, y puentes, y agua espesa, y el fuego antiguo, de cuando Calvino, y las casas de mar y monedas.
Marrakech veneciano y protestón. Ancla alada de galápago libertario. Me queda el corazón y la embriaguez atados a él, atados a tu bici, atados a tu pelo, con cintas como granizos o enseñas de un velero de tres palos y una cama.
Me queda una falacia: el tsunami en el canal. Las putas escogiendo quién pagará esa noche. El cannabis prohibido en interiores. Las fachadas, amplias como campos, una sola ventana en el techo, pequeño cielo común. Niños en el distrito rojo, camellos en los autobuses. Puerto cristalino, turistas amables, bicis de cuatro ruedas. Los coches, de una vez, al trastero, el holandés dulce como la leche.
Nosotros, criando a nuestros hijos, en una casa flotante (antigua, sin diseño) con azotea y geranios en lugar de tulipanes.
Me queda un corazón, entre flores, sobre el canal.