martes, 29 de mayo de 2007

Cuaderno Dominicano (I) - Puerto Plata



PERO PUERTO PLATA ES, decía, paradigma de las ciudades de por estas latitudes. Se duerme echada entre una ensenada y un golfo cerrado, el cual forma un excelente puerto natural de inmejorables condiciones, probablemente primera razón de ser de la ciudad como su topónimo indica. A lo largo de la ensenada se extiende un larguísimo malecón, que no tiene nada que ver con el idealizado ídem habanero ni con el paseo de la capital, desalmado por la monstruosidad arquitectónica. El de Puerto Plata es un paseo largo, deslabazado, con tramos que podrían corresponder a un Miami discreto y otros que recuerdan a cualquier camino marginal, de esos que bordean algunas decrépitas urbanizaciones mediterráneas. Las palmas y los árboles retorcidos por el viento atlántico sombrean el paseo, a pie de mar y poblado de taxistas, vendedores de coco frío, pescadores de caña y jugadores de dominó. Ni una barquilla en el mar turquesa y encrespado. Ni un turista. Ni putas, ni gringos, ni policías. Aceras levantadas y más allá, un caño que vierte aguas sucias a la orilla, a la espalda de un desportillado monumento a algún músico local.



En aquella ocasión había viajado en voladora, versión grande del carro público o concho. Anduve desde el lugar donde me dejaron hasta la Plaza Duarte. Allí está el ayuntamiento, de buena planta, la iglesia de San Felipe (nada de especial, grande y muy nueva, con vidrieras dedicadas a las familias ilustres de la ciudad; hoy además luce una larga grieta por el terremoto que sufriría el país meses más tarde) y el quiosco, un gran templete de música en madera de estilo victoriano que sirve como punto de encuentro diario para todos los puertoplatenses. Es curiosa la profusión de este estilo arquitectónico en la ciudad, algo común a muchas ciudades del país, sobre todo en el norte. En Puerto Plata se encuentran casas, casitas y casonas victorianas en cada esquina, desconchadas pero de vivos colores, llenas de alma. Uno se pregunta cómo la madera resiste la humedad y tiene la sensación de estar en Luisiana o de caminar por un western fantasma y tropical.





Quise visitar el Museo del Ámbar, (que es una resina, y semipreciosa, y muy abundante en el norte de la isla) pero ya había cerrado, así que decidí ir de una vez a ver el mar. Paseando por el interminable malecón pensaba en por qué llamaban a Puerto Plata igual que a Cádiz: sorprendentemente, esta ciudad también es Tacita de Plata y como a Cádiz, la apodan Novia del Atlántico. Qué curiosa es la analogía, producto siempre de la morriña del ocupante y de un inevitable parecido en ese carácter indudablemente atlántico y marinero plasmado sobre todo en las fortalezas, que en Cádiz son de San Sebastián y Santa Catalina y en Puerto Plata de San Felipe. Todas ellas tienen sillar oscurecido y puente levadizo roído por la sal y la humedad, y las gaviotas acampan en sus garitas. Entiendo lo de tacita en Cádiz por la forma redondeada que le dan los malecones a la península donde se asienta la ciudad vieja. No es así en Puerto Plata. En cuanto al metal precioso: la plata de Cádiz fue mucha, aunque la mayor parte fuera tan solo desembarcada en su puerto y llevada en carretas a Sevilla y Valladolid para acabar en bancos italianos que financiaron guerras en Flandes. En la tacita de plata de este lado del mar, la única plata que hay y hubo es la del nombre, la caliza de la cumbre que domina la ciudad o la de su bahía refulgente bajo el sol del Caribe. Y con respecto a los noviazgos de ambas ciudades con el océano: no sé cuánto lo amaron ellas, pero por seguro que más correspondió el Atlántico a Cádiz, a quien regaló mercancías y metales preciosos, puerto, barcos e intercambios. Para Puerto Plata el mar fue, por el contrario, amante celoso y vengativo que la ahogó en huracanes, la fustigó con ataques piratas y hundió su ron y su azúcar, para al siguiente día de sol lamer con inocencia sus pies con olas verdiblancas.
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Las fotos son de Yolanda Torroba

sábado, 26 de mayo de 2007

Final para El asesino de la grapadora, de Marco Antonio García

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Después de un mes sin dar pie con bola y a punto de tirar la toalla, un nuevo caso de asesinato por grapado nos sorprendió una noche en comisaría. Un torero estadounidense de gira por España, el Niño de California, fue encontrado colgado boca abajo en los toriles de la plaza de toros de Sestao, embutido en un ensangrentado traje de luces. Lo dejaron cruelmente a merced de dos berracos de la insigne ganadería de Bernardo Lupiáñez, de Lebrija, a los que previamente habían clavado trescientas grapitas en las cachas. La macabra suerte de grapas enfureció a los animales, que instintivamente cornearon hasta la muerte al impotente diestro, al que además, a mala leche, habían grapado las narices y la boca.


El Niño de California murió por asfixia y no por las cornadas, dictaminó el forense, un poco acojonado de que lo acusáramos de nuevo (no lo hicimos porque la noche del crimen había estado conmigo tomando copas, y había testigos). La muerte por asfixia debido al cruel grapado en su boca y narices provocó un temor generalizado en los círculos policiales. Investigadores y agentes empezaron a considerar la peligrosidad de esta siempre útil herramienta de oficina que en cuestión de semanas se había convertido en una auténtica arma homicida.


El temor se convirtió en paranoia cuando tres días después un nuevo caso sacudió despachos y titulares. Cuando el forense y yo visitamos el puesto forestal de El Cerecillo, en las agrestes sierras almerienses, nos quedamos estupefactos. La grapa era de nuevo protagonista, si bien de nuevo de forma indirecta. Juan Segura, guarda forestal, había sido grapado al suelo de pies y manos. Incapaz de moverse, murió de sed tres días después, sólo en mitad de la montaña y con la sola compañía del arma homicida, que el desaprensivo asesino había dejado junto a él.
Los motivos de estos extraños asesinatos no iban más allá de la propia grapa en sí. La grapadora aparecía siempre, de varias marcas (Petrus, Canon, Stapler o EasyShot) y colores variados: verde, marrón, naranja cobrizo. Era como un chiste macabro: "ved con qué mato, apreciad la maldad congénita a indefensos compañeros de despacho como la grapa y la grapadora; estáis rodeados de potenciales armas asesinas".


Varios asesinatos por grapado tuvieron lugar en los siguientes meses: un encargado de fotocopiadora, una empleada de Correos, dos bailarinas de striptease, un profesor de latín. La paranoia nacional contra las grapas se convirtió en convulsión internacional cuando murió un astronauta de la Estación Espacial Internacional. Un compañero de misión, el primer astronauta uzbeko de la Historia, sufrió una enajenación psicótica (seguramente relacionada con los terribles asesinatos de la grapadora) y le grapó el traje con una Petrus modificada para funcionar en gravedad cero.





El Ministerio del Interior comenzó recomendando a los administradores de oficina que no perdieran de vista sus "máquinas grapadoras". Los casos continuaron y, en universidades y asesorías, todos temían acercarse a una grapadora, aunque fuera de esas de bolsillo que vienen en una fundita azul cutre. Las grapas se guardaban bajo llave y en la mayoría de oficinas se nombró a un encargado de manejar los suministros de grapas y el grapado de documentos. Poco después, el Gobierno impuso la obligación de sacar una licencia de grapador, para la cual había que superar diversas pruebas teóricas, prácticas y psicotécnicas y pagar una pasta gansa en clases y carnés. Pronto prohibieron las grapadoras y aun las propias grapas en vuelos nacionales e internacionales. Los atracadores amenazaban a las cajeras grapadora en mano y los chulos de poca monta vestían pantalones ajustados en que se notaba, abultando, el perfil de tan temida arma. Y Charlton Heston dejó de lado su tradicional Winchester para sostener una reluciente grapadora al despedir las reuniones de su organización, que cambió su nombre de National Rifle Association a National Stapler Association: from my dead cold body.


Años después estaba prohibida en todo el mundo la posesión y uso de todo lo que tuviera que ver o recordara a una grapa o una grapadora. Los trabajos de instituto se entregaban sueltos o pegados con blutack, los más originales hacían collages o los entregaban en post-its. En los hospitales, las heridas y aperturas quirúrgicas se cerraban con loctite o en su defecto con hilo de pescar. El Consejo de Seguridad de la ONU y los gobiernos de todo el mundo encontraron una solución que sólo parcialmente palió el problema: elevaron el precio de las grapas a quinientos dólares americanos la unidad y convirtieron la grapadora en un artículo peligroso y extremadamente caro.


Esta es la razón por la que, a partir de entonces y durante muchas décadas, gangsters, nuevos ricos y ostentosos hombres de negocios sin escrúpulos mostraban sus contratos y documentos grapados con auténticas grapas de verdad, o enseñaban la cicatriz de alguna puñalada grapada en oro como símbolo de opulencia, chulería y poco respeto al género humano.

Scherzo subterráneo

Tengo, tengo

Tengo chispazos de ideas,
de palabras para amasar

Tengo perros y pozos secos que
Se encienden, desde otra época

Tengo gente alrededor,
tengo prisa, ritmo,
agallas, mímica,
entradas, terror.
Luz.

Tengo mitos y tengo gatos.

Tengo tres paradas por delante
y algunas líneas en blanco
Tengo el tango,
tongo al tengo.

Tango tanto lo que tengo,
que siempre es tongo tener tanto.
Tángale el tango.

Tengo que bajarme, sigo al tanga en mi parada.
Tanto gusto, tanto tengo. Tanto tango.
(No tengo vergüenza. No tengo ni idea.)

sábado, 19 de mayo de 2007

Líquenes

Ella se lo pidió salvajemente, en un fotopoema que había fabricado en la cocina, puesta de nada, sólo las manos con laureles y una herida. Luego insistió, se lo pidió cantando, en inglés, sentados en un sofá bajo un foco rojo, o dentro del baño de mujeres de un sórdido bistró del puerto de Cartagena. ¡Hazlo! No tardes. Él se desenvainó las alas, contrarió a sus súbditos, dejó la ginebra preparada y salió corriendo por la verja del jardín.

La subida es dura, las rodillas le tiemblan como tiemblan las rocas. Las grietas se esfuman bajo sus pies, el fantasma de un toro gigante rumia pánicos encajonado entre dos peñas. Arriba, a la izquierda, arriba. Mide el tiempo enfilando una pulsera indígena contra el sol de peyote (un flan de espliego). Un murmullo: ha confundido su propia respiración con el aullido de un zorro. Él mismo es ya un zorro sediento, blanco, de un cartón piedra tipo sentimental. El aullido se pierde cuesta arriba, con un efecto doppler ahuecado y verde.

Ya ha recorrido la mitad de la subida, saltando de piedra en piedra, gruñendo. Le suda un cuaderno (este cuaderno) en el bolsillo del culo (la indumentaria es absolutamente inapropiada: vaqueros pijos, móvil, zapatillas de fútbol-sala gastadas, cinturón lila). Se vuelve para comprobar si ella sigue ahí abajo: en el sofá del foco rojo, pero ahora en el jardín de los deseos, lejos, un mero puntito distraído. Él, ahora, un perro arañado y feliz.




Luego, la cumbre y su roca plana. Él rodea al mundo, él a los pies del mundo. Recupera el aliento. Desenfoca la vista, delimitando los contornos de las montañas cercanas. No ha hablado desde hace una hora y media, cuando marchó. Dice en voz alta, grita: Pídemelo de nuevo, y ella, un punto distraído (como de brunch, como de té en el huerto) responde, desde el abismo: . Él observa los líquenes y sus colores: verdes, amarillos. También el gris del granito. Un lagarto enorme huye sobresaltado al notar su presencia. Él restriega la espalda contra la superficie rugosa de la piedra. Suelta los ojos al cielo. El sol calienta. Quizá le sorprenda la tormenta, pero no parece importarle. Se acaricia por encima del pantalón. Echa un vistazo alrededor, con convencimiento. A los pocos minutos vierte su semen sobre la superficie cálida y arrugada, dura: el blanco lechoso tornasola la piedra y adquiere inexplicablemente una desconocida consistencia de liquen llameante.

Se seca el semen-liquen entre sus últimos espasmos (lo palpa con los dedos). En su cabeza, el punto distraído se ha hecho grande y ha tomado la forma de una diosecilla cruel y emocional que se estrella invariablemente contra los muros medianeros de lo que él lleve dentro. Abre los ojos entonces: el mundo es el que lo rodea ahora a él, y es el mundo el que está a sus pies. Es curioso, no se ha marchado el mundo, sigue ahí tras el momento de oscuridad casi sólida. Se quedarán a verlo las piedras, las nubes de tormenta, el lagarto colirrojo. El mundo lo recoge en sus manos de mundo. El mundo y sus manos de mundo que no piensan o no piensan más que lo de uno mismo. Vuelve a cerrar los ojos y toca el reguero de semen sobre la roca: lo estéril de su esfuerzo, lo inútil de cumplir con lo que ella le había pedido en aquel sofá, bajo aquel foco, en el baño de aquel jardín. El semen se estaba secando, lo notaba en la punta de los dedos. Adelgazando. Abre entonces los ojos pero es demasiado tarde: tiene las manos cubiertas de hermosos insectos que se lo están bebiendo.

martes, 8 de mayo de 2007

Quien amó a Porphyria

Comenzó a llover pronto esta noche

El huraño viento pronto despertó

Desgarró la copa de los olmos sin piedad

Y dio lo peor de sí por perturbar al lago:

Yo escuchaba, el corazón a punto de romperse,

Cuando Porphyria entró suavemente; de una vez

Cerró las puertas a frío y tormenta,

Y se arrodilló y reavivó las tristes ascuas

Y la casa se entibió;

Después, se irguió y retiró de su cuerpo

La empapada blusa y el empapado chal,

Y dejó a un lado los guantes embarrados,

Desató su sombrero y dejó caer

Una cabellera húmeda

Y, por fin, se sentó junto a mí

Y me llamó. Al no oír voz ni respuesta,

Tomó mi brazo y con él rodeó su cintura

Y desvistió su suave hombro blanquecino

Y apartó sus cabellos dorados,

Inclinándose, puso mi mejilla en él,

Y prodigó por doquier el pelo miel,

Susurrando cuánto me amaba.

Ella, a pesar de todos los esfuerzos de su alma,

Era débil para dejar su pasión (que forcejeaba)

Libre de orgullo, o para cortar lazos aún más vanos,

Y entregarse a mí por siempre.

Pero a veces la pasión se impone,

Y no podría la alegre fiesta de esta noche reprimir

El recuerdo repentino de alguien, pálido

De amor por ella, y todo en vano:

Así pues ella había llegado a través del viento y la lluvia;

Tengan seguro que la miré a los ojos

Feliz y orgulloso; al fin sabía

Que Porphyria me adoraba: la sorpresa

Me hinchó el corazón, que siguió creciendo

Mientras yo dudaba qué hacer.

En ese momento fue mía, mía, hermosa,

Perfectamente pura y buena: supe entonces

Qué hacer, y todo su cabello

Tejí en una larga trenza dorada

Tres veces alrededor de su fina garganta

Y la estrangulé. No sintió dolor alguno;

Estoy seguro de que no sintió dolor.

Como quien abre un capullo que encierra una abeja,

Abrí sus párpados con cuidado: de nuevo

Reían sus ojos azules sin mácula,

Aflojé el pelo atado

Alrededor de su cuello; su mejilla de nuevo

Se coloreó bajo mi ardiente beso.

Alcé su cabeza como antes,

Sólo que ahora era mi hombro su sostén,

Y ella caía lánguida e inmóvil sobre mí:

Su cabecita sonriente y lozana,

Feliz de haber satisfecho su voluntad extrema,

Escapar en un segundo de todo lo que despreciaba

Para encontrarme a mí, ¡su amor!

El amor de Porphyria: no podía suponer

Cuán su más íntimo deseo sería escuchado

Y así juntos estamos sentados

Sin movernos en toda la noche

Y Dios aún no ha dicho una palabra.


Porphyria's Lover, de Robert Browning (Camberwell, Londres 1812- Venecia 1889), de su libro Bells and Pomegranates No. III: Dramatic Lyrics (1842).
[Mi traducción]

(c) de la foto, de L.A. Ives.

Tango en Bruselas

Tango lento en Bruselas, Tango con lluvia en Bruselas, Tango nuevo en Bruselas, Tango a mil tiempos en Bruselas, Tango de ojos en Bruselas, Tango de tabaco en Bruselas, Tango de maleantes en Bruselas, Todo cabe y nada cabe en Bruselas, Sólo veo tus ojos en Bruselas, Nada queda en Bruselas, Bruselas no existe



La foto es copyleft de Photobucket.com