viernes, 30 de marzo de 2007

The Pixies - Debaser





Got me a movie,
I want you to know,
Slicing up eyeballs,
I want you to know,
girlie so groovy,
I want you to know
Don't know about you
but I am Un Chien Andalusian.
Wanna grow
up to be
be a debaser, debaser.

Got me a movie
ha ha ha ho
Slicing up eyeballs
ha ha ha ho
Girlie so groovie
ha ha ha ho
Don't know about you
but I am Un Chien Andalusian.

Debaser.

___________________

Tráeme una peli, quiero que sepas que quiero ver esa peli en que cortan ojos, tía, qué estilo tiene. No sé tú, pero yo soy Un Perro Andalusian. Cuando sea mayor quiero ser un pervertidor.

Debaser, de Pixies, de su álbum Doolittle (1989).

jueves, 29 de marzo de 2007

Cuento para dormir a la niña de ojos grandes

La niña de los ojos grandes terminó de subir la colina con gran dificultad. Llevaba una sandalias de cuero ya viejas, pero aún hermosas. La tierra se deshacía bajo sus pies y la hacía resbalar. Su túnica blanca le flameaba al viento y hacía ruido. Su piel, del color del marfil normalmente, había tomado en el desierto un tono ocre, broncíneo. Por fin llegó, apartándose el pelo negro oscurísimo de la cara.

Con ojos enormes miró el horizonte, derramando la mirada que guardaría toda su vida. La niña llegó a ser una persona mayor, muy mayor y muy quieta, pero nunca perdió esa mirada escrutadora, tímida y nerviosa como la de los niños pequeños, como la de aquél que parece ver algo siempre por primera vez.

Allí abajo vio nubes enormes de polvo y, de cuando en cuando, escenas imposibles que comenzaban justo a sus pies y se perdían en el mar lejano. Eran irreales: hombres y mujeres matándose por un billete de lotería, tres grupos acrobáticos que hacían figuras en el aire a gran velocidad antes de casi estrellarse contra el suelo, diez jóvenes que luchaban a dentelladas por conseguir encaramarse a una columna, cada uno de ellos con un libro para leer en voz alta desde lo alto.

La niña de ojos enormes y negros contemplaba las escenas ruidosas que aparecían y desaparecían entre nubes de arena y tierra grisácea. Aparecían y se esfumaban también palacios, chozas, pozos, valles ensangrentados, edificios con forma de órganos sexuales, mares de vino hacia los que corrían pulmón en mano caballeros y damas elegantemente vestidos. Una palmera esplendorosa crecía a toda velocidad en el centro de la llanura, alguien la arrancó y la instaló en el jardín de su casa, luego otros mataron a éste y la palmera creció aún más en cuanto los asesinos la tocaron. Llovía miel y dinero y unos corrían hacia allá, en otro lugar alguien enseñaba a un grupo de idiotas y varios pescadores a su espalda lo apuñalaban para tomar su puesto.

La niña lo miraba todo con condescendencia y sabiendo que había aún muchas razones de aquella extraña tribu sobrenatural que no entendía y que no deseba entender. El viento que no la dejaba escalar la montaña se había tornado una brisa suave que, curiosamente, alejó el fragor de la locura del valle. Con la misma mirada de aceptación, se encogió de hombros, sabiendo que era observada por todos y cada uno de esos personajes, convertidos ahora en pequeños lobos que seguían corriendo, aullando y devorándolo todo en la llanura.





La niña palpó la humedad de la brisa, se intentó ordenar el pelo y dio media vuelta para bajar la colina. El sol hacía notar la quemazón de su piel. El lino de su túnica le acariciaba la parte baja de la espalda. El aire denso del poblado le dio hambre. Procuró olvidar lo que había visto. Ojalá nunca me lleven a vivir con la tribu de los valles.

Volvió la vista hacia el desierto, en una de los cientos de tiendas del poblado se hallaba ahora Hajaj, a quien había buscado toda su vida sin saberlo. Anduvo entre las cabañas de caña y barro, sin rumbo, aguzando el oído, sin llamar la atención, buscando la choza en que Hajaj se escondía. Se trataba de una búsqueda cuyo principio no recordaba y cuyo final estaba a punto de descubrir. Sonriendo con timidez a los conocidos, robando un dátil en cada puesto, miraba todo con los ojos muy abiertos, convencida de que desde una de esas cabañas Hajaj la observaba, besaba su mano pensando que era la de ella y le prometía que juntos se reirían de los hombres del valle y les perderían el miedo para siempre.



[Fotografía de Ángel Villanueva (c)]

lunes, 26 de marzo de 2007

Castillos de pan


Tonto y solemne, solemne y tonto.
Dura vida la del tonto indemne
Que rasca migas de los listos
Para construir castillos de pan.

Camufla la lentitud
Con ternura y clama al miedo
Con tecnicismos como clama, miedo y ternura

Al que maldijo lo que escribo
Yo lo maldigo para que
Crea que el único que puede deslegitimar
Un poema
Es el que lo parió.

Ojalá nunca, después de los años,
Pueda decir "este poema mío fue mentira"
Si lo hago, habré culminado mi viaje
A lo alto de la parra.

Punto.

miércoles, 14 de marzo de 2007

El fabuloso destino de Federico Reyes
(Esperpentografía parcialmente ficcionada)

Federico Reyes descorrió la cortina de jarapa y distinguió a su tía entre la penumbra de la mañana. Estaba cortando patatas en juliana, quizá para una ensaladilla rusa o para cocerlas con pescado, para el almuerzo. A Federico le hormigueaba el estómago esas mañanas en que se despertaba al oír las voces de su abuela y su tía desde el piso de abajo. Se arrebujaba bajo las mantas y hundía el cuerpo aún más en el colchón de lana, que lo abrazaba, duro, cálido, ergonómico. Se quedaba entre sueños, acariciando la luz de la mañana, ya bien entrada, y reflexionaba sobre qué afortunado era al poder disfrutar de una abuela y una tía como las suyas, con una casa en un pueblo de Córdoba de casas blancas, una casa enorme con patios y colchones de lana. Las voces de su abuela y su tía reverberaban escaleras arriba y Federico se atrevía a pensar, qué felicidad, ojalá fueran las (miraba el reloj Casio de reojo) diez y treinta y nueve todo el rato, hasta que nos volvamos a Murcia. Le encantaba volver a quedarse dormido y volver a despertarse con las risas de su tía (seguro estaban haciendo el desayuno) y volver a quedarse dormido y volver a despertarse y volver a mirar el reloj e imaginar que seguían siendo las diez y treinta y nueve.

Ahora se rascaba la espalda apoyado en el dintel de la cocina, con la lengua pegada y ganas de colacao. Desayunó escuchando la conversación entre su tía y su abuela, hasta que su tía se quedó sin patatas que pelar. Buscaron en dos o tres armarillos, pero las provisiones se habían terminado. Fede, vete a por patatas a ca Contreras, vete con tu hermano y me traeis un kilo de patatas blancas.

Federico iba al pueblo decidido a ayudar en todo lo que pudiera a su tía, porque la veía sólo un par de veces al año. Se llevó a su hermano de la mano y éste, al darse de frente con el sol de la calle, echó a correr, pidiendo carreras. Fede levantó una ceja, montó en la bici y salió enflechado detrás de él.

En la esquina de ca Contreras Federico se metió un ostión contra una papelera y fue entonces cuando decidió que de mayor sería terminólogo.

Fede desde entonces tuvo siempre una agradable sonrisa pintada en el rostro. Años después, terminaría aprendiendo a jugar al mus por muchas razones. En el fútbol le ponían siempre de portero de red, que es como cuando a uno le piden cerrar la puerta por fuera, pues igual, pero en un campo de fútbol y con un balón, que Fede nunca llegó a tocar. Probó el balonmano y llegó a ser un buen pívot, pero como siempre suele pasar, lo relegaron al banquillo por falta de altura y volumen; además le corroía la envidia: había un compañero de clase que metía goles tirando por detrás de la espalda (algo que Fede no volvió a ver nunca jamás, ni en la tele) y llegaba a mover la portería cuando sus trallazos pegaban en el palo. Un día Fede cogió una piedra y al segundo gol de manoletina que metió, tiró una pedrada y, con efecto de muñeca y precisión de buen pívot, le abrió la cabeza. Desde ese día, el balonmano fue terreno vedado para él.

Cuando entró en el equipo de atletismo era el más rápido con diferencia, le sacaba casi un segundo al segundo en los cien metros (tal fue su pasión que solía cronometrarse corriendo detrás del autobús del cole cuando lo perdía, que eran las más veces), pero a las tres semanas se aburrió y se quitó. Además, al cruzar la meta siempre se caía y tenía las rodillas echadas abajo. Por fin, halló un pasatiempo apasionante: el voleibol. Pero no duró mucho, se cargó tres redes en un día e insultó la virginidad de una del equipo de las niñas, así que terminó en la calle.

Total, que todo esto venía a que, una vez se le retiró el carné de deportes, aprendió a jugar al mus. Le gustó mucho pero le cogían todas las señas. Intentó el dominó y al principio ganaba siempre y además dando espectáculo, porque jugaba al despiste y lo hacía genial. Pero era incapaz de recordar cuántos cincos habían salido. Dio una oportunidad luego al teatro. Pensaba que eso le haría sentir pleno, Claro, es genial, el teatro, la representación de las vidas, pasiones y sueños humanos sobre unos pocos tableros, público, luces, aplausos, admiradores, fotos, dinero, amantes, affaires, contratos millonarios.

Quinientas leguas al norte, o algunas semanas después en términos temporales, Fede se dio cuenta que el teatro no era lo suyo. Subido en una silla en el proscenio, con una calva de plástico mal ajustada, se cagaba en la puta madre del director del monólogo de inspiración beckettiana, Juan Rivas, hombre bueno y autor experimental, que lo observaba sonriente entre bambalinas. Fede llevaba tres minutos y medio del segundo cuadro del tercer acto del monólogo, subido en la silla, los brazos en cruz. Había repetido la interjección “¡Mierda!” seis veces (cuatro más de lo indicado en el guión de Juan, aunque esto a Juan no parecía importarle, es más, estaba fascinado). Ahora miraba hacia arriba, no al techo porque no había, sólo una hilera de sacos de arena colgantes mal alineados. Fede los contó, once, mientras intentaba recordar el texto que seguía. Como no se acordaba empezó a improvisar, pero tampoco se le dio bien: nunca supo de dónde ni porqué, le salió un diálogo en francés, el primer diálogo de la primera lección de su primer libro de francés, que casi nadie entendió. Casi mejor, porque era algo así como “¿Quieres una baguette? –No, prefiero un cruasán” (de hecho, era más bien “Tu veux une baguette? –Non, je préfère un croissant, pronunciado à l´espagnole). El ingenuo diálogo no estaba, en cualquier caso, demasiado lejos del tono del resto de la obra, de modo que gustó a todos y fascinó en particular a Juan Rivas.

Juan Rivas, el director, no tardó en ver en Fede a un futuro monstruo del escenario, a su estrella personal. Él y Sonia, la chica que bailaba en los entreactos una tipo de jota murciana casi extinto, podrían comerse el mundo juntos. Rivas lo quiso comprar con vanas promesas, le convenció de que postraría teatros y aun cines a sus pies. Fede se acojonó porque Juan Rivas en realidad nunca había estado muy en sus cabales y además le pegaba al hash cosa mala. Tanta insistencia no hizo sino desbocar lo que ya estaba casi decidido. Federico tiró por la borda una brillante carrera que ni siquiera había nacido, pero lo hizo con conocimiento de causa, convencido de que convertirse en estrella mundial del cine no haría sino traer sinsabores al mundo y quebraderos de cabeza a su tía y a su abuela.

Años después, en la mesa de mármol de la cocina de ese pueblo de Córdoba de casas blancas, Federico repasaba una lista larguísima que había escrito. Su tía y su abuela miraban por encima de su hombro, curiosas. Es una lista de todas las cosas que he hecho en mi vida, mirad. Son un montón, ¿verdad? Su tía sonreía y le daba codazos a la abuela, que intentaba aguantar la risa. La abuela removía el pelo con fuerza a Fede, que reía también, y rascándose el cogote al estilo manga, decía Es que soy un poco cipote, creo, jejeje. Y su abuela y su tía se reían, jajaja, y le daban besos y colacao.

Su hermano, Rodrigo, había crecido mucho desde el episodio de la carrera y la hostia en bici. Mientras los demás reían, le daba piñas a un saco de boxeo en el patio. Hacía ya varios años que había conseguido su primer título de moai-thai: en el campeonato que por iniciativa suya se celebró en el barrio, en Murcia. Le metió de guantazos a todo el mundo, incluso a un gitano de la vega cercana que quiso parecer muy gallito. En cualquier caso, de moai-thai no tenía ni idea, así que Rodri le endiñó una importante somanta de palos. El aguerrido gitano, herido en su más profundo orgullo, juró venganza. Ésta, en efecto, no se hizo esperar, porque un gitano de la vega murciana siempre cumple lo que promete, y lo cumple rápido. Durante la entrega de premios, celebrada pocos días después, el clan de los Quintana se presentó al completo bien equipado de katanas y buscando bulla. Terminaron despedazando a los miserables participantes y algunos de los sorprendidos espectadores, inocentes y tolerantes vecinos y vecinas. Rodri sólo se pudo salvar gracias a su enorme habilidad y rapidez. Escapó por un butreque que había en el techo. De ese día conserva un feliz diploma y una medalla llena de sangre.

En efecto, su hermano Rodrigo, se había convertido con los años en un incauto. No sólo se metía en follones que él mismo buscaba, sino que también parecía empeñado en seguir algunos de los pasos peor dados por Fede. En imitar sus maniobras más desastrosas. Parece, pensaba Fede, envidiar mis fiascos. Entre otras cosas que no corresponde aquí narrar, Rodri escapó a Jamaica en pos de su hermano. Huía de la venganza gitana, y de una vida que, por lo demás, parecía querer sojuzgarle sin reparos. Fede llevaba un año en Jamaica trabajando como pintor de brocha gorda y catador de marihuanas, merced a un título conseguido en la Universidad a Distancia de Rótterdam. Parecía irle francamente bien y por eso Rodri no dudó un instante en tomar un avión, plantarse en casa de Fede en Kingston y comprar un local de tatuajes que se traspasaba. A su hermano le tatuó un langostino en un tobillo por su cumpleaños. Fede, encantado, decidió darle una sorpresa inscribiéndole en un campeonato de moai-thai que se celebraba en la capital. Rodri fue muy confiado en sus posibilidades a nivel internacional y, contra todo pronóstico, terminó hostiado vivo y con cuatro dientes y una clavícula menos. Poco después decidía volver a España: “Prefiero la venganza honesta de los Quintana, por muy hijos de puta que sean, que los golpes inmisericordes de los negros estos cabrones” aseguró a Fede en el aeropuerto, con gran dignidad.

Fede miraba a su hermano entrenar, sonriendo. Es un buen tipo, pensaba. No sé quién de los dos ha tenido peor suerte en esta vida. Su abuela y su tía secaban algunos cacharros junto a la encimera. Desde luego, no nos podemos quejar. ¿Debería haberme ahorrado tantos errores? En realidad, no me han enseñado nada. Hace ya años que sé que yo seré terminólogo.

Mucho tiempo después Fede aprendió portugués en un curso de la Universidad a Distancia de Cascais. Le costó un cojón, porque tardó como siete años para sacarse un plan de estudios de 6 meses. Pero lo consiguió, gracias a una estancia en familia que hizo en Vilafranca do Minho, donde se habla un portugués arcaico y pintoresco. Se interesó, por primera vez en su vida, por los idiomas. Y con ello llegó lo inevitable.

Se hizo terminólogo.

Más allá de esa sonrisa bobalicona que adquirió tras su premonitorio accidente infantil, bien puede decirse que a Fede, desde que trabajaba como terminólogo, se le había puesto cara de imbécil. De felicidad absoluta. Durante largos y felices años, la oficina de normalización terminológica del gobierno portugués funcionó como un reloj y fue premiada nacional e internacionalmente. Esto hacía de su trabajo algo enormemente satisfactorio que además le dejaba tiempo libre para malgastar en otras de sus aficiones favoritas, descubiertas, después de muchas cábalas, hacía poco tiempo: el amor (a su tía, a su abuela, a su hermano Rodri, a sus padres, paternal, maternal, de amigo, de abuelo, de proletario, de revolucionario) y el sexo (el de novios, el de casados, el folleteo sin criterio, el tantra, el sexo cósmico, su pasión por Sonia la de la jota murciana con esos malditos ojos de gata en celo, el sexo con amor de los enamorados).

El fracaso, el amor, el sexo y la terminología fueron, en efecto, asuntos muy importantes en la vida de Federico Reyes.

miércoles, 7 de marzo de 2007

Maxïmo Park en Madrid



Hace ya unos meses, Maxïmo Park, uno de los buques insignia del nuevo re-brit-post-punk británico tocó en la Joy Eslava en Madrid. Algo de estética medio emo, estertores punk, corbatas, flequillos, y pantalones blancos de pito. Niños pijos aburridos que vieron muchos videos de The Clash en los 80.

Yo no iba a ir al concierto (me esperaba mucha gente). Acompañé a mi hermano y su novia a la cola de entrada al concierto. Empezó a llover. Salido de la nada, crecido del agua, un tipo gordo, asomándose entre un chaquetón-flotador enorme, nos ofreció entradas de reventa a cinco euros por encima del precio normal. Mi hermano quiso regalarme el concierto por mi cumpleaños (era por noviembre...). La compró y me la metió en el bolsillo. Y el concierto fue bestial.

Habrá que repetir algo parecido con Bloc Party (aunque a mí, los de Newcastle me lo hacen pasar mejor).

Abrazos a C y M.

Going Missing, del álbum A Certain Trigger (2004).