viernes, 25 de enero de 2008

François el pecador




François, el pecador. Con cada paso sobre la Rue du Panthéon, musitaba entre dientes posibles pronunciaciones de un (presuntamente) sonoro apellido escocés: McIntire. Repetía una y otra vez, McIntire, McIntire, McIntire. Esquivó a un joven en patín que escudriñaba el precio de las grosellas al paso raudo, reconoció el olor aterciopelado de la fruta en el puesto y se le atascaba entre los dientes el nombre maldito y dulce. Cruzó varios bulevares hasta encontrarse frente por frente con el edificio: cúpula de inspiración florentina, columnas titánicas, oros, negros y piedra.

Sacó un Gitanes. Lo encendió, calculando el tiempo justo que el cigarro necesitaría para prender. El tabaco crepitó al aspirar suave, y eso le recordó tardes mejores. Un paso adelante, un 11 Ligero que se detiene bruscamente, semáforo en verde, un general de la Gran Guerra sobre su pedestal.Y el sol, reflejado en la cúpula de oro de los Inválidos, se metía entre los párpados, hirviente.

Un lugar y momento ciertamente extraños para acercarse a la mujer más hermosa de su vida: la hija del embajador de Gran Bretaña. Ann McIntire acariciaba la edad en que las diferencias de edad ya dejan de tener importancia. La luz de la Ciudad de la Luz confundía el color de su pelo en tonos coralinos que soplaban detrás de su nuca. Delgadez escocesa, menudez más bien, vestida de una elegancia exquisita. Pero no exquisitez mundana, sino de texturas perfectas sobre curvas perfectas. Era de esas mujeres; qué digo, era esa mujer que contempla los ojos de sus interlocutores como si en ellos encontrara la línea del horizonte, lo único que fuera necesario mirar en ese momento. Al hablar, dejaba entreoír las pizcas de ironía o sarcasmo que había sabido aprender de su padre. Paladeaba las conversaciones como quien paladea un buen whisky. Y todo ello a una edad extrañamente inapropiada, una edad a la que las diferencias de edad dejaban de tener importancia. Todo ello a François le traía de cabeza: en un primer momento Ms. McIntire le sorprendió, agradablemente. Al rato de haberse conocido empezó a temer algo de ella, pero no sabía qué. Después de pocas horas, estaba irremisiblemente enamorado.

Todo comenzó en la fiesta de la embajada británica. François trabaja en la agregaduría cultural, así que fue cordialmente invitado. Era la primera fiesta de François en una embajada. Era también la primera fiesta de François con más botellas de champán que invitados. François se paseaba sin dar mucha importancia a los pasos que daba, recogiendo al vuelo copas de vino blanco y probando dátiles rellenos y galletas de queso (unas galletitas de queso resecas que se pegaban al paladar). Hacía más de media hora ya que sus superiores le habían presentado a sus homólogos de otras embajadas y le parecía que daba vueltas por el salón como los solteros sin lista de la compra dan vueltas por el mercado. Los rincones del salón por el que pasaba todos los días le parecían ahora ajenos, como copias, de una copia, de una copia.

- ¿Monsieur Le Boeuf? François gruñó por no haberse dado cuenta antes de que quien se dirigía a él era el embajador. Se giró bruscamente e intentó tragarse la galletita de queso reseca que tenía en el paladar.
- Excelencia, es un placer volver a verle.- Junto a él, y Javert, el agregado cultural, y una mujer (o una niña).
- Creo que ustedes dos no desentonan con la edad. – El embajador rió con su cara de espárrago. Mi hija se está cansando de conocer hombres que en sus ratos libres no hacen más que discutir sobre líneas de aguas internacionales. Háblele de París, monsieur. – Guiñó un ojo de la misma manera en que guiñaría un ojo un espárrago. Alguien lo saludó. Se excusó y marchó.

Javert levantó las cejas y se ajustó las gafas. Se adelantó tosiendo levemente. Presentó a los muchachos. Ann McIntire, la hija del embajador. Su excelencia desea que su hija conozca París a fondo. François, usted conoce bien la ciudad. Su excelencia ha pedido que la acompañe durante los días que esté aquí. Lugares importantes, pero a horas tranquilas. No la lleve a la torre Eiffel. Impresiónela. Que no se aburra, ¿entendido? Esto imaginó oir François de los labios inmóviles de Javert.

En realidad, la breve presentación que sí hizo Javert se difuminaba entre las voces que los rodeaban en la fiesta. François se preguntaba quién era esa chica y qué venía a hacer allí. Era demasiado hermosa para estar en esa reunión. Al instante, sí, con esa voz musculosa y gritona, Javert apuntó,

- Es la primera vez que Ms. McIntire tiene la oportunidad de conocer en profundidad algunos de nuestros monumentos más emblemáticos. Monsieur Le Boeuf es probablemente quien mejor conoce París en la embajada británica. Estudió arte en La Sorbona, ¿no es cierto?

François asintió sin sonreir.

- ¿Quizá le apetecería, monsieur, organizar alguna visita guiada para nuestra joven invitada? Lugares importantes, pero a horas tranquilas.

François asintió sin sonreír y sin pensar. Qué hacía ella allí. Entreabrió los labios, y, escupiendo trocitos de galleta, preguntó:


- ¿Conoce usted la tumba de Napoleón? Es enorme, maravillosamante granate. De una calidez que nunca olvidará.

lunes, 21 de enero de 2008

Y ahora, un himno



Los que somos perniciosos

brindamos sin que nos borren la tacha:

si acaso alguno se enmacha

cuando lo llaman vicioso.

Somos malditos, piratas

del cáncer, el cinismo o el sexo;

mentimos, jugamos a trata

de blancas y negras,

luces y excesos.

Tirados, mequetrefes, artistas,

solistas, incultos, tiranos,

cachondos, guapos, metemanos,

serios, graves o marxistas.

Somos los que no se mojan

bajo la lluvia,

que se desatan si lo logran

mientras caen del cielo

sonriendo borrachos

bien antes de lamer el suelo.

Somos lo que quizá tú no seas,

vemos lo que jamas tú veas,

escupimos sangre o licores

de amor y volcanes,

y vicios y panes,

segundos, insultos con flores.

viernes, 18 de enero de 2008

Anfitriona de casa de campo en algún lugar entre Grenoble y Valence, en Francia (años después, en Madrid)

Fue una mujer que traía algo de almendra y novedades.
No era mi madre, mi amante
ni mi hija.

Me pegó un balazo en la espalda de los ojos,
en la parte alta del puente,
donde se unen la nariz y los recuerdos.
Fue una aparición mariana que levantaba olores
bajo la hojarasca y tras las alfombras.
Sus ojos caídos, su foulard verde y enorme,
unos pantalones atigrados.

Corriendo calle arriba (yo tarde al trabajo),
durante media mitad de un segundo.

Como si hubiera sido la dueña de una casa húmeda,
camino de un bosque, donde dormí durante unas
vacaciones, cuando todavía era pequeño.
(Ella era más divertida entonces).

La reconocí, no cabía duda.

Y me quedo con su rostro en la memoria, y mientras
calculo la hora de salida de los trenes,
y el ángulo de abertura de los elásticos,
le cuento a alguien que, por fin, la vi.

jueves, 17 de enero de 2008

Observadores con columna

Escribe una frase sobre la pantalla calurosa. Cambia la fuente. Cambia el tamaño. Mira entre el monitor y la columna. Distingue el pliegue delicado del algodón puro sobre el elástico.

Se levanta. Entra en el baño. Se lava las manos. Se aplasta el pelo. Se sacude los vaqueros. Al salir a la moqueta, un chispazo. Un ay y un comentario banal y una vaharada espesa de aromas reconocibles, de otro tiempo.

Pone música. Pide café. Bebe agua. Apaga el monitor. Se ajusta el abrigo. Hace ruido con las cremalleras (haz ruido con las cremalleras). Lo miran de lado. Lo mira de lado. Anota gesto de sabiduría apesadumbrada. Se marcha, pero como si se quedara, como si se fuera para siempre.

En la calle llueve y ya es de noche.