Cuaderno Dominicano (I) - Puerto Plata
En aquella ocasión había viajado en voladora, versión grande del carro público o concho. Anduve desde el lugar donde me dejaron hasta la Plaza Duarte. Allí está el ayuntamiento, de buena planta, la iglesia de San Felipe (nada de especial, grande y muy nueva, con vidrieras dedicadas a las familias ilustres de la ciudad; hoy además luce una larga grieta por el terremoto que sufriría el país meses más tarde) y el quiosco, un gran templete de música en madera de estilo victoriano que sirve como punto de encuentro diario para todos los puertoplatenses. Es curiosa la profusión de este estilo arquitectónico en la ciudad, algo común a muchas ciudades del país, sobre todo en el norte. En Puerto Plata se encuentran casas, casitas y casonas victorianas en cada esquina, desconchadas pero de vivos colores, llenas de alma. Uno se pregunta cómo la madera resiste la humedad y tiene la sensación de estar en Luisiana o de caminar por un western fantasma y tropical.

Quise visitar el Museo del Ámbar, (que es una resina, y semipreciosa, y muy abundante en el norte de la isla) pero ya había cerrado, así que decidí ir de una vez a ver el mar. Paseando por el interminable malecón pensaba en por qué llamaban a Puerto Plata igual que a Cádiz: sorprendentemente, esta ciudad también es Tacita de Plata y como a Cádiz, la apodan Novia del Atlántico. Qué curiosa es la analogía, producto siempre de la morriña del ocupante y de un inevitable parecido en ese carácter indudablemente atlántico y marinero plasmado sobre todo en las fortalezas, que en Cádiz son de San Sebastián y Santa Catalina y en Puerto Plata de San Felipe. Todas ellas tienen sillar oscurecido y puente levadizo roído por la sal y la humedad, y las gaviotas acampan en sus garitas. Entiendo lo de tacita en Cádiz por la forma redondeada que le dan los malecones a la península donde se asienta la ciudad vieja. No es así en Puerto Plata. En cuanto al metal precioso: la plata de Cádiz fue mucha, aunque la mayor parte fuera tan solo desembarcada en su puerto y llevada en carretas a Sevilla y Valladolid para acabar en bancos italianos que financiaron guerras en Flandes. En la tacita de plata de este lado del mar, la única plata que hay y hubo es la del nombre, la caliza de la cumbre que domina la ciudad o la de su bahía refulgente bajo el sol del Caribe. Y con respecto a los noviazgos de ambas ciudades con el océano: no sé cuánto lo amaron ellas, pero por seguro que más correspondió el Atlántico a Cádiz, a quien regaló mercancías y metales preciosos, puerto, barcos e intercambios. Para Puerto Plata el mar fue, por el contrario, amante celoso y vengativo que la ahogó en huracanes, la fustigó con ataques piratas y hundió su ron y su azúcar, para al siguiente día de sol lamer con inocencia sus pies con olas verdiblancas.
Las fotos son de Yolanda Torroba