jueves, 18 de enero de 2007



EL DÍA EN QUE CONOCÍ A JÉRÔME LINDON

Jean-Philippe Toussaint





Mi primer contacto con Jérôme Lindon tuvo lugar a través de un telegrama. Recuerdo muy bien el papel pálido y azulado y las impersonales palabras escritas a máquina sobre varias franjas de papel pegadas las unas a las otras. Lo leí ante la chimenea de la casa de Erbalunga y recuerdo que intenté contener mi excitación; ya no sé qué decía el telegrama exactamente, debía de ser un mensaje muy sencillo; en él, Jérôme Lindon me pedía que lo llamara, sin duda, pero recuerdo una calma extraña mientras miraba ese papel entre mis manos, mientras presentía que en él se ocultaba la potencial confirmación de los derroteros que iba a tomar mi vida.


No hablé con Jérôme Lindon hasta el día siguiente, desde la pequeña cabina telefónica del locutorio de Erbalunga. Me acuerdo perfectamente de las primeras palabras de aquella conversación: yo encerrado en la cabina vidriada del locutorio, la cabeza gacha, una mano en el auricular para no perder detalle, y él preguntándome antes de nada si tenía contrato con alguna editorial. No, el manuscrito de La Salle de bain lo habían rechazado en todas las editoriales de París a las que lo envié, y estaba aún a la espera de una decisión en Éditions de Minuit. Más concretamente el manuscrito estaba en la oficina de Alain Robbe-Grillet, quien se encontraba en ese momento impartiendo unos cursos en Estados Unidos. Jérôme Lindon lo había descubierto por casualidad un día mientras se ocupaba de ciertas tareas en el edificio (con una regadera en la mano, quién sabe; como pude comprobar más tarde, podría muy bien haber hecho suya la frase de Beckett, la cito de memoria, es de El Expulsado o de Molloy, "nadie más que yo comprende a los tomates en esta casa".

A partir de ese día y durante todo el mes siguiente (yo había enviado el contrato firmado por correo, pero no nos habíamos visto aún) me llamó a Córcega una o dos veces a la semana, a la casa de campo que habitaban los vecinos, debajo de la mía (eran cinco minutos para llegar andando, y otros cinco para regresar). Llegaba, sin aliento y eufórico, y hablábamos de esto y aquello al teléfono, de mis influencias literarias y de mi manuscrito. En esa época, me parecía normal que un editor se interesara tanto por los ínfimos detalles del manuscrito de un desconocido. Incluso me llamó a Bruselas el día de Navidad de 1984, a casa de mis padres, tenía una leve duda sobre qué forma se debía preferir: une sinusite pour lui n'était rien que banal o une sinusite pour lui n'ètait rien que de banal. Ciertamente, podría haberme llamado la noche anterior, Nochebuena, pero prefirió esperar hasta el día siguiente, juzgando sin duda que la pregunta podía esperar hasta el día 25.

Nos conocimos por fin una tarde de diciembre de 1984. Recuerdo muy bien la primera mirada que ese día me dirigió Jérôme Lindon, sentí una mirada increíblemente directa, una mirada infalible al primer contacto visual, una mirada evaluadora, una mirada que juzgaba y sentenciaba. Llevaba menos de cinco segundos ante él, se terminaba de levantar de su butaca para recibirme en su oficina del tercer piso de la Rue Bernard-Palissy, y se preguntaba ya, con ese sentimiento de urgencia, curiosidad, vivacidad, gracias a quién se había convertido en el gran editor que era y si yo era o no tan alto como él. Pero en su actitud no traslució un detalle, se mantuvo impasible y me invitó a sentarme sin dejar ver expresión alguna de decepción al constatar que, efectivamente, yo era ligeramente más alto que él. Quizá una leve contrariedad contenida, un fugitivo sabor amargo que su carisma anuló con prontitud (bah, los escritores jóvenes ya no tienen respeto por sus mayores, han perdido la elemental cortesía de ser un poco menos altos que sus editores).

No me quedan muchos otros recuerdos de nuestra primera conversación, pero aún veo su oficina, las estanterías de libros en la pared, blancos y azules, con el logotipo de la estrella de Éditions de Minuit, o las coloridas sobrecubiertas de los innumerables ejemplares de autores de la casa que se habían traducido. Ese día comenzaron para mí muchas cosas nuevas que se convertirían en inmutables rituales: los almuerzos a las doce y media, sus prisas por las escaleras para recibir a los visitantes y darles la mano, sus ligeros sofocos tras tales compromisos, el lento paseo hasta el restaurante Le Sybarite, el intercambio de novedades y las pequeñas bromas en la calle, su manera de esquivar y retomar las conversaciones tras un instante de silencio. Recuerdo también algo que me impresionó desde el primer momento: su capacidad para aliviar las tensiones, con una mezcla de respetable y autoritario aplomo en la mirada y un dulzor en los gestos, en la manera de deslizar las manos y en la untuosidad de su voz, que calmaba a sus interlocutores anticipando no obstante eventuales zarpazos, a la manera de esos aguerridos domadores que se plantan ante esas grandes pero particularmente vulnerables bestias (ya lo empezaba a presentir) que debían ser los escritores.

Al salir de esa primera cita, en esa última hora de la tarde de diciembre de 1984, me abandonaron las fuerzas poco a poco. Había demasiadas cosas que tomaban realidad física, demasiadas emociones, y me senté en la acera, en la Rue de Rennes, era de noche, los adornos de Navidad colgaban en los escaparates de las tiendas, estaba sentado al borde de la calzada, la frente húmeda de sudor, los faros de los coches me alumbraban la cara, mi mirada se emborronaba y me sentía desvanecer poco a poco, seguía con los ojos las luces traseras de los coches que se alejaban por el Boulevard Saint-Germain, miraba el cielo, miraba la ciudad, me había subido el cuello del abrigo y ya no me movía, estaba sentado en la calle en París a las seis de la tarde, tenía veintisiete años, pronto cumpliría veintinueve, acababa de dejar a Jérôme Lindon en su oficina y La Salle de bain iba a publicarse en Éditions de Minuit.



Epílogo de La Salle de bain, de Jean-Philippe Toussaint (Bruselas, 1957)
[Mi traducción]

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me gusta este troset, que ya te había leído antes. No entiendo que al final diga lo de 27 y 29 años. ¿Despiste o algo que se me escapa

La cantidad de miradas que hay desde "Recuerdo muy bien la primera mirada" no me parece agradable en español (aunque la repetición de las palabras lo considere un signo de estilo útil).

Pero todo esto es por decir pequeñas cosas que te muestren que lo he leído atentamente. Siempre hay pequeñas cosas. Y cuando no las hay, uno las inventa. La verdad es que el español de la traducción está requetebién.