miércoles, 31 de enero de 2007

Soneto del pulp'n'gumbo (o puré con quingombó)

[Mi traducción, para Gerardo]


UN ODIOSO PUEBLO CUALQUIERA MUTA EN EDÉN HIGH-TECH

INGRESA DE NUEVO EN PRISIÓN EL RAPERO GORDO

LADRONES ROBAN GUILLOTINA Y PIANO DE HITLER

DISNEY CONTRATA A KISSINGER

UN TIBURÓN RAPTA A UN NOVIO Y LA NOVIA HUYE

UN PSICÓPATA MUERTO, PROTAGONISTA DE VÍDEO PORNO CARCELARIO

AVESTRUZ HUIDA ATERRORIZA LAS VEGAS

CONFUNDEN AL SARGENTO BILKO CON EL DALAI LAMA

EXTRAÑOS TRIUNFOS GRACIAS A MUERTE SÚBITA

LAGUNA QUE NACE DE TSUNAMI CADÁVER

SQUARCIALUPI INTERCEDE POR LOS ENANOS

UN NABOKOV NUEVO DETIENE A LOS DEPREDADORES

NO HAY REGGAE EN TAIPÁN

LES ADVERTÍ DE QUE ERA UN ERROR INVITAR A OLIVER


La nadadora

(para Brighde)

[Mi traducción, para NáN]

El níspero y los laureles tiemblan

y se levanta el viento, se levanta,

contra la fachada oeste

de la vieja piscina cubierta,

que es entera acristalada.


La nadadora hace sus largos,

segura y constante

a través de una niebla turquesa

e importunidades de cloro.



La enorme sala ya se oscurece

(es todo luz natural)

si las nubes de tormenta se aprietan

contra la tierra.


La nadadora solitaria va y viene,

ya en su segunda milla,

y la atrapa, casi la secuestra,

ese elemento en que encuentra refugio;

a través

pone a prueba los límites de su vigor,

hasta que, en un cambio de sentido,

la salud la llena, su respiración tensada.


La gran cristalera, burlada de gotas primero

y su pálido repiqueteo de píldora;

ahora corre la lluvia cristal abajo:

y desde esta colina,

donde se encuentra, medio oculto, el centro deportivo,

y entre las sesenta manzanas que se desdoblan hacia el mar,

todo lo material y sólido,

las casas, los coches, los árboles,

se desvanecen en sombra

y se pierden en la distancia hasta la nada,

nada más en el mundo

sino agua.


August Kleinzahler (Jersey City, EEUU, 1949), de su libro
The strange hours travelers keep
(2004)

lunes, 29 de enero de 2007

Esquirlas



Cuando el humo hiele

entre mil esquirlas

de tiempo que son una

finísima placa metálica

que abre carnes

y uñas

Redimirlas y herirlas

grita,

en un momento

en que

No habrá sal que en el mar riele

No habrá lana que gima al viento




Tiempo detenido

perpetrado, bloqueado de que

todo no obstante ocupe un

lugar único, inevitable, en el instante

en que

vidas paralelas confluyen

entre raíles

y tu tiempo es el que debes

el que perdiste

el que te queda



Es como contener la respiración

bajo agua,

abrir los ojos y sonreír

martes, 23 de enero de 2007

Les Luthiers - Inicios, por la segunda mitad de los 60



Les Luthiers: Marcos Mundstock, Daniel Rabinovich, Jorge Maronna, Carlos López Puccio, Carlos Núñez Cortés, Ernesto Acher

jueves, 18 de enero de 2007



EL DÍA EN QUE CONOCÍ A JÉRÔME LINDON

Jean-Philippe Toussaint





Mi primer contacto con Jérôme Lindon tuvo lugar a través de un telegrama. Recuerdo muy bien el papel pálido y azulado y las impersonales palabras escritas a máquina sobre varias franjas de papel pegadas las unas a las otras. Lo leí ante la chimenea de la casa de Erbalunga y recuerdo que intenté contener mi excitación; ya no sé qué decía el telegrama exactamente, debía de ser un mensaje muy sencillo; en él, Jérôme Lindon me pedía que lo llamara, sin duda, pero recuerdo una calma extraña mientras miraba ese papel entre mis manos, mientras presentía que en él se ocultaba la potencial confirmación de los derroteros que iba a tomar mi vida.


No hablé con Jérôme Lindon hasta el día siguiente, desde la pequeña cabina telefónica del locutorio de Erbalunga. Me acuerdo perfectamente de las primeras palabras de aquella conversación: yo encerrado en la cabina vidriada del locutorio, la cabeza gacha, una mano en el auricular para no perder detalle, y él preguntándome antes de nada si tenía contrato con alguna editorial. No, el manuscrito de La Salle de bain lo habían rechazado en todas las editoriales de París a las que lo envié, y estaba aún a la espera de una decisión en Éditions de Minuit. Más concretamente el manuscrito estaba en la oficina de Alain Robbe-Grillet, quien se encontraba en ese momento impartiendo unos cursos en Estados Unidos. Jérôme Lindon lo había descubierto por casualidad un día mientras se ocupaba de ciertas tareas en el edificio (con una regadera en la mano, quién sabe; como pude comprobar más tarde, podría muy bien haber hecho suya la frase de Beckett, la cito de memoria, es de El Expulsado o de Molloy, "nadie más que yo comprende a los tomates en esta casa".

A partir de ese día y durante todo el mes siguiente (yo había enviado el contrato firmado por correo, pero no nos habíamos visto aún) me llamó a Córcega una o dos veces a la semana, a la casa de campo que habitaban los vecinos, debajo de la mía (eran cinco minutos para llegar andando, y otros cinco para regresar). Llegaba, sin aliento y eufórico, y hablábamos de esto y aquello al teléfono, de mis influencias literarias y de mi manuscrito. En esa época, me parecía normal que un editor se interesara tanto por los ínfimos detalles del manuscrito de un desconocido. Incluso me llamó a Bruselas el día de Navidad de 1984, a casa de mis padres, tenía una leve duda sobre qué forma se debía preferir: une sinusite pour lui n'était rien que banal o une sinusite pour lui n'ètait rien que de banal. Ciertamente, podría haberme llamado la noche anterior, Nochebuena, pero prefirió esperar hasta el día siguiente, juzgando sin duda que la pregunta podía esperar hasta el día 25.

Nos conocimos por fin una tarde de diciembre de 1984. Recuerdo muy bien la primera mirada que ese día me dirigió Jérôme Lindon, sentí una mirada increíblemente directa, una mirada infalible al primer contacto visual, una mirada evaluadora, una mirada que juzgaba y sentenciaba. Llevaba menos de cinco segundos ante él, se terminaba de levantar de su butaca para recibirme en su oficina del tercer piso de la Rue Bernard-Palissy, y se preguntaba ya, con ese sentimiento de urgencia, curiosidad, vivacidad, gracias a quién se había convertido en el gran editor que era y si yo era o no tan alto como él. Pero en su actitud no traslució un detalle, se mantuvo impasible y me invitó a sentarme sin dejar ver expresión alguna de decepción al constatar que, efectivamente, yo era ligeramente más alto que él. Quizá una leve contrariedad contenida, un fugitivo sabor amargo que su carisma anuló con prontitud (bah, los escritores jóvenes ya no tienen respeto por sus mayores, han perdido la elemental cortesía de ser un poco menos altos que sus editores).

No me quedan muchos otros recuerdos de nuestra primera conversación, pero aún veo su oficina, las estanterías de libros en la pared, blancos y azules, con el logotipo de la estrella de Éditions de Minuit, o las coloridas sobrecubiertas de los innumerables ejemplares de autores de la casa que se habían traducido. Ese día comenzaron para mí muchas cosas nuevas que se convertirían en inmutables rituales: los almuerzos a las doce y media, sus prisas por las escaleras para recibir a los visitantes y darles la mano, sus ligeros sofocos tras tales compromisos, el lento paseo hasta el restaurante Le Sybarite, el intercambio de novedades y las pequeñas bromas en la calle, su manera de esquivar y retomar las conversaciones tras un instante de silencio. Recuerdo también algo que me impresionó desde el primer momento: su capacidad para aliviar las tensiones, con una mezcla de respetable y autoritario aplomo en la mirada y un dulzor en los gestos, en la manera de deslizar las manos y en la untuosidad de su voz, que calmaba a sus interlocutores anticipando no obstante eventuales zarpazos, a la manera de esos aguerridos domadores que se plantan ante esas grandes pero particularmente vulnerables bestias (ya lo empezaba a presentir) que debían ser los escritores.

Al salir de esa primera cita, en esa última hora de la tarde de diciembre de 1984, me abandonaron las fuerzas poco a poco. Había demasiadas cosas que tomaban realidad física, demasiadas emociones, y me senté en la acera, en la Rue de Rennes, era de noche, los adornos de Navidad colgaban en los escaparates de las tiendas, estaba sentado al borde de la calzada, la frente húmeda de sudor, los faros de los coches me alumbraban la cara, mi mirada se emborronaba y me sentía desvanecer poco a poco, seguía con los ojos las luces traseras de los coches que se alejaban por el Boulevard Saint-Germain, miraba el cielo, miraba la ciudad, me había subido el cuello del abrigo y ya no me movía, estaba sentado en la calle en París a las seis de la tarde, tenía veintisiete años, pronto cumpliría veintinueve, acababa de dejar a Jérôme Lindon en su oficina y La Salle de bain iba a publicarse en Éditions de Minuit.



Epílogo de La Salle de bain, de Jean-Philippe Toussaint (Bruselas, 1957)
[Mi traducción]

miércoles, 10 de enero de 2007




In with the early dawn,
moving right along
I couldn't buy an eye full of sleep;
and in the aching night
under satellites
I was not received.

With the stolen parts
a telephone in my heart.
Someone get me a priest
to put my mind to bed,
this ringing in my head.
Is this a cure is or is this a disease?

Nail in my hand
from my creator.
You gave me life,
now show me how to live.

In the afterbirth
on the quiet earth
let these things remind you.
You thought you made a man,
you better think again
before my role defines you.

And in your waiting hands
I will land
and roll out of my skin
and in your final hours I will stand
ready to begin.

Audioslave - Show me how to live (Audioslave, 2002)